miércoles, 13 de abril de 2016

REDENCIÓN

Siempre es vital para un club como el Real Madrid llegar, cuando menos, a semifinales de la Copa de Europa de manera habitual. Esa es la cruz, maravillosa, pero pesadísima cruz, que han de soportar jugadores y técnicos de este club a lo largo de la Historia.
Lo que para los demás es un éxito incomparable, para el Madrid es la cotidianeidad.

Ese objetivo mínimo se ha vuelto a conseguir, por sexto año consecutivo.
Este hecho no debemos soslayarlo de ningún modo.
Cierto es que hablamos del mínimo exigible a un Real Madrid, y que el éxito absoluto, el alimento, la razón de ser de este club es levantar títulos y regalar buen fútbol a sus aficionados. Estos dos objetivos ya no se han alcanzado de igual forma en la última década, desgraciadamente.

No cabe duda de que el equipo, el club, está en deuda con sus aficionados, y que, en líneas generales, las cosas no se están haciendo lo suficientemente bien como para saldar esa deuda.
Las cuentas deportivas presentan números rojos, y muchos aficionados no cesamos en su denuncia. Esa es la exigencia que ha llevado al Real Madrid a ser considerado el mejor club del siglo XX. La exigencia siempre saca lo mejor de nosotros mismos. La complacencia, lo peor.

Todo lo anterior no obsta para celebrar las batallas ganadas en el transcurrir de cada guerra. Ayer salimos victoriosos de una de esas batallas, y no celebrarlo como se debe, por ese prurito acomplejado, por esa grandeza mal entendida, es tan ridículo como aberrante.
Siempre celebraré cada triunfo de mi equipo. Lo haré desde el corazón hasta el alma; lo haré gritando, saltando, me excederé seguramente, me desbocaré y gozaré. Si bien, una vez encontrado el sosiego tras el gozo, analizaré, criticaré, y seguiré exigiendo, en busca de más y mejores objetivos. 
Eso fue, y espero que siga siendo siempre, el madridismo. 

Mientras escribo estas lineas aún siento el corazón latir apresuradamente, aún resbalan algunas gotas de sudor por mi frente, el sudor del sufrimiento, los latidos de amor a unos colores.
Vivir el fútbol sin pasión es no vivirlo.

El muro que nosotros mismos habíamos levantado seis días antes en Alemania, se superó en una noche de emoción y nervios, de testiculina y coraje. 
El equipo salió en ebullición a un Bernabeu entregado a la causa, como en épocas pasadas. Ese Bernabeu se transformó, al fin, en aquel apabullante infierno del que muchos solo habían oído hablar. El misticismo de un estadio que parecía formar parte tan solo del recuerdo, regresó en una noche de redención, para alterar nuestros sentidos y pellizcarnos el alma.
El equipo respondió a ese ambiente y apareció en el campo decidido a hacerle honor. En mitad de la erupción Cristiano igualó la eliminatoria. El muro había sido escalado. Ahora tocaba emprender la bajada del otro lado sin percances. Lo difícil parecía hecho. 

Pero la erupción cesó, y el volcán se apaciguó. Bajó la ebullición. El partido quedó aplanado, en una calma chicha peligrosa. Comenzamos a transitar por una senda incierta, intentando guardar el tesoro encontrado, sin darnos cuenta de que aún no estaba en nuestro poder. Regresaron las carencias, los titubeos. Volvió el Madrid inseguro, frágil, temeroso. El juego se pausó, y en esa pausa ominosa se envalentonaron, poco a poco, los alemanes. 

Un Madrid incapaz de controlar el partido, nos mantuvo en vilo, con la cruel sensación de la muerte en la orilla.
Necesitábamos cabeza, control y fútbol. Desgraciadamente no son tres virtudes que adornen a este equipo. Por tanto, todo estaba en riesgo. 
Caminábamos sobre un alambre que, a medida que se acercaba el final, se tornaba más fino e inestable.

Hasta que llegó el tercer gol de Cristiano. Esa bendita barrera desnudaba un pedacito de su seno, por el que el balón cruzó rumbo a semifinales. Ahora sí, la meta estaba al caer. Nos faltaba el último paso para plantar el pie al otro lado del muro. 
Aun así fue un cuarto de hora interminable y amenazante. Un solo zarpazo germano nos seguía dejando sin vida en la mismísima orilla. Estaríamos al otro lado del muro sí, pero muertos.

No obstante, los tres silbidos salvadores resonaron en el Bernabeu. Sanos y salvos al fin. Misión cumplida. Victoria y éxtasis. Alegría y comunión.
Estamos donde debíamos estar. Por sexto año consecutivo la expectativa mínima en Champions ha sido cumplida. 

No es en estas líneas donde pretenda analizar el juego del equipo. No es aquí donde deba dar rienda suelta a mis dudas. Dudas (mas bien certezas) sobre la fortaleza táctica y técnica de la plantilla. Dudas sobre la validez del entrenador para dirigir este complicado equipo. Dudas (mas bien certezas) sobre la gestión de la presidencia y junta directiva actuales. Dudas y más dudas que me martirizan, pero que aquí hoy no van a quedar plasmadas. Hoy no. Ahora no.
Ahora es momento de alegría y esperanza. De unión y felicidad. 

Hoy he visto el Bernabeu que tanto echaba de menos. 
Hoy he regresado a mi juventud. 
Hoy, la afición, nuestra afición, nosotros mismos, nos hemos redimido. Y el equipo, nuestros jugadores, han sido testigos de esa redención. 
Hoy hemos escalado este muro. 
Mañana, Dios dirá.

Hemos ganado una batalla. 
La guerra continúa.

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